martes, diciembre 01, 2009

Este teclado es suave y benevolente, mis dedos caminan sobre hierbas, con un diario bajo el brazo y las letras van apareciendo. Sin embargo el hastío aún no se ha dejado escapar. Supongo que al bajar del bus también tendría esa intención Fernando Ducrot. A veces aparece de la nada, cuando todo es un caos, mirando un paisaje, cuando se imagina a sí mismo formando parte de nada en realidad, esperando contar a todo el mundo una alegría que nadie puede escucharla, porque viene de él que no es nadie. Sus manos han tocado fuera y como si se tratara de un castigo, no puede salir, por más que sea esperado, querido. Se limita a delinear, pensar, escribir las palabras que tendrá que decir un día.
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Una noche pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hacia la discoteca, y contarlo a todo el mundo, burlarme de las personas intocables como si yo hubiera sabido siempre y me hubiera bastado mirar su mejilla, o sus ojos en mi última visita —ni siquiera eso: su paciencia, su quietud— para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé después trepar hasta la discoteca y pasearme entre todos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo. Pensé en visitarla, llevarle un paquete de frutas y sentarme junto a la cama para que vea cómo se cansan los gestos de un hombre con una sonrisa amistosa, para suspirar en secreto, aliviado, cada vez que ella lo acariciaba con timidez en mi presencia.

Pero toda mi excitación era absurda, más digna de otro que estuviera más cerca. Porque, suponiendo que hubiera acertado al interpretar la carta, no importaba, en relación a lo esencial, el vínculo que me unía a ella. Era una mujer, en todo caso; del otro lado, y yo, Fernando Ducrot.

1 comentario:

Unknown dijo...

no me dejes