Cuidé de mi caballero con devoción. Me gustaba tocarle, darle mis caricias cuando nadie nos veía, y él respondía tierno. Notaba el amor creciendo en mi pecho, ahora sin trabas, sin obstáculos. Cuando Hugo se sintió recuperado, me propuso que dejáramos Cabaret y que fuera con él a su tierra, repitiéndome que sería recibida en Mataplana como una reina. Comprendí que abandonar la seguridad de aquel lugar, los baluartes encaramados en el monte, su mundo de música, amor y Joy me entristecía. Pero todos, y los señores del castillo los primeros, sabían que aquel universo bello no duraría mucho, que era efímero, y la anticipación de la añoranza acrecentaba el gozo del momento.
—Crucemos los Pirineos por Foix antes de que llegue el invierno —me decía mi amado—. Del otro lado reina la paz. Hace cientos de años que no hay incursiones sarracenas en las tierras de mis padres. Allí estaréis a salvo.
Me inquietaba pensar en cómo me recibiría su familia y muchas veces me sorprendía contemplando el camino que serpenteaba por el valle y que conducía, lejos de la seguridad de Cabaret, al mundo y a Mataplana.
Naturalmente, acepté. Mis ojos se llenaban de lágrimas al pensar en Guillermo, pero el destino había decidido por mí. Entonces comprendía lo mucho que quise al franco, pero también que amaba a Hugo más aún, y que ahora todo mi cariño era suyo. También deseaba volver a vestir como una dama, comportarme como una dama, coquetear como lo hacía Orbia, aunque con mucho más recato. Deseaba y temía salir de aquel lugar irreal, irrepetible por lo hermoso, por el hechizo de amor que parecía protegerle.
La reina oculta, Jorge Molist
3 comentarios:
no hacemos otra cosa que fabricar una historia que luego escribiremos
www.querubines.blogspot.com
www.querubunes2007.blogspot.com
Publicar un comentario